El Papado y Su Permanencia
Uno de los Grandes Enigmas del Cristianismo
Un Documento Invitado
PROPÓSITO
El propósito de este documento no es desprestigiar la Fe Católica (1) ni quitarle importancia al verdadero Ministerio Petrino (2). Al contrario, este documento confirma la importancia del legítimo Ministerio Petrino al recordarnos que la multidud de canallas que ocuparon la cátedra de Pedro - de la cual el lector podrá ver una muestra en este documento - no pudieron destruir ni el legítimo Ministerio Petrino ni la Fé Católica.
Un segundo y muy importante propósito para que nosotros publiquemos este extracto del libro de Concepción Masiá Vericat (3) es recordarle a los Católicos que tal como el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado [Marcos 2:27], la Iglesia se hizo para el hombre y no el hombre para la Iglesia. ¡El hombre se hizo para Dios!
El Extracto tal como aparece en dicho libro (3)
Que el papado, como institución y el papa como cabeza de la Iglesia católica, haya llegado a nuestros días manteniendo cierto prestigio entre los creyentes y los no creyentes, no deja de ser un misterio... y de los grandes.
Las palabras de Jesucristo dedicadas a Simón Pedro, considerado el primer papa de la historia de la Iglesia, parecen, que en este apartado, se han hecho realidad. Lo de "tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella" (2), va más allá de lo que han sido mucho de sus representantes terrenales, porque no todos los papas han tenido unas vidas edificantes, ni han sido santos, a pesar de que se les haya incluido en el santoral.
Ladrones, asesinos, mujeriegos, adúlteros... de todo ha habido en la sede papal, y también algún que otro hombre de buena voluntad, deseoso de apacentar con rectitud y justicia el rebaño de fieles.
Hablaremos de algunos de ellos, que por sus extrañas y sorprendentes vidas, con frecuencia alejadas del ideario cristiano, constituyen un misterio sobre cómo pudieron acceder al trono de Pedro y mantenerse en él.
Si nos atenemos a las profecías de san Malaquías, un prelado irlandés que vivió entre los años 1094 y 1148, la lista de los papas que reinarían en la Iglesia, desde sus tiempos hasta el fin del mundo, serían 112. Existen serias dudas sobre la autoría de dichas "profecías", en las que cada uno de los futuros papas está identificado con divisas, un tanto herméticas. Así a Juan Pablo II, por hablar de los más cercanos, correspondería el lema "Del trabajo del sol" y algunos han querido ver una referencia a la laboriosidad de un papa viajero, que no se cansó de nombrar beatos y de llevar santos a los altares. Al papa actual, le correspondería el lema "La gloria del olivo", aunque tratándose de un papa de origen alemán, no sabemos bien a qué hace referencia lo del olivo, si una búsqueda de la paz, de la que estamos bastante necesitados, o tiene alguna explicación críptica.
Según la lista de san Malaquías, tras el papa actual, Benedicto, XVI, vendría el último papa y la verdad es que la frase a él dedicada es bastante apocalíptica: "En la última persecución de la Santa Iglesia Romana reinará Pedro el Romano, que cuidará de sus ovejas entre muchas tribulaciones, tras las cuales la ciudad de las siete colinas será destruida y el juez tremendo juzgará al pueblo". ¡La verdad es que el mensaje es bastante desalentador!
Es admirable la fe de san Malaquías en la pervivencia del papado, que ha pasado por algunos períodos históricos en los que, tal era su desprestigio, parecía imposible que la Iglesia pudiera recuperarse del descalabro a la que la sometían sus pastores. Desde san Pedro hasta nuestros días se han contabilizado 264 pontífices, pero hay que recordar que, en algunos momentos, hubo hasta tres papas a la vez, para desconcierto y escándalo de sus fieles que, no obstante, no renegaron de la Iglesia y esperaron tiempos mejores. También, lógicamente, entre tanto papa, no resulta difícil encontrar de todo.
Empezaremos por hablar de un papa hereje, sí, así como suena, hereje. Se trata del papa Vigilio, cuyo pontificado tuvo lugar allá por el siglo VI.
El emperador Justiniano tenía la pretensión de volver a reconstruir lo que había sido el antiguo Imperio Romano, pero ahora bajo la impronta del cristianismo. Deseaba la unidad política y la unidad religiosa de su Imperio, para lo cual persiguió las primeras herejías, acosó alas escuelas paganas y restringió los derechos de los judíos. Consideraba de vital importancia el fortalecimiento de una autoridad central religiosa a la que identificó con el papa de Roma. Dirigió una carta al papa Juan II, en la que se manifestaba partidario de esta supremacía, y le consideró como "cabeza de todas las santas Iglesias". El papa quedó enormemente complacido y el patriarca de Constantinopla, profundamente disgustado. Esta maniobra encerraba la pretensión de Justiniano de manejar al papado, pero parece que los papas no estaban por la labro, como se puso de manifiesto tras la elección del papa Silverio. El emperador deseaba que el nuevo papa aceptase a un patriarca de Constantinopla que defendía la herejía monofisita, consistente en que en Cristo solo existía una naturaleza, y no dos, la humana y la divina.
Silverio se negó, y Justiniano, tranquilamente, le depuso. La sede papal quedó vacía. El emperador mandaba más que el papa, en el terreno material y espiritual. Había que encontrar un nuevo pontífice, proclive a las tesis imperiales y el diácono Vigilio parecía la persona indicada. Se trataba de un personaje que pertenecía a la nobleza y en el año 531, el papa Bonifacio II le había designado su sucesor. Sin embargo, esta elección no gustó y de momento Vigilio permaneció apartado de la sede romana. Sin embargo, su carrera eclesiástica cobró nuevos bríos. Convertido en nuncio papal en Constantinopla, pactó con la emperatriz Teodora, que era monofisita, su apoyo para la elección papal. Esto tenía una contrapartida: el futuro papa tenía que rechazar las conclusiones del Concilio de Calcedonia. Al final Vigilio se convirtió en papa.
Pero el nuevo papa se encontraba en la disyuntiva de favorecer las propuestas imperiales enfrentándose a la ortodoxia cristiana. En un quinto concilio convocado por Justiniano, fue evidente que la herejía monofisita había obtenido una clara victoria. Vigilio se opuso y mientras decía misa en la iglesia de Santa Cecilia, las tropas imperiales lo apresaron y lo condujeron a Constantinopla. Allí, temeroso de perder la silla de Pedro, se pasó a las tesis imperiales. En 548 firmó el Iudicatum en favor de la herejía monofisita. Las Iglesias de Occidente quedaron escandalizadas y un concilio de obispos africanos excomulgó al papa y lo consideró hereje. Vigilio, asustado ante el cariz que tomaba el asunto, procedió a anular el Iudicatum, pero el prestigio papal quedó seriamente dañado.
El emperador volvió a las andadas, reafirmándose en el monofisismo, y Vigilio se pasó los meses siguientes huyendo para no caer en manos de Justiniano. El segundo concilio de Constantinopla condenó, otra vez, al papa como hereje en base a 14 cargos diferentes y decretó su destierro. Su nombre fue borrado de todos los documentos eclesiásticos y el exilio al infeliz Vigilio se le volvió insoportable. A los seis meses, decidió someterse al emperador y redactó el Constitutum, que no distaba mucho de su anterior Iudicatum. Se reconocía como un "instrumento de Satanás, pero al final Dios le había iluminado"... ¡y todo esto después de recaer, de nuevo, en la herejía! Justiniano le perdonó y le permitió regresar, como papa, a Roma... parecía que Vigilio había conseguido lo que pretendía, pero en el viaje de regreso, murió en Siracusa. Sus restos fueron enterrados en Roma, pero lejos de San Pedro. Y su figura, poco edificante, fue esgrimida durante toda la Edad Media, para sostener la primacía de los concilios sobre el papado. También la Reforma protestante le sacó a colación para demostrar la autoridad espiritual de las Escrituras sobre la jerarquía de los hombres, aunque fuesen papas.
También la vida de otro papa, Juan XII, da para mucho, si contamos algunas vidas sorprendentes de los sucesores de san Pedro.
La desgraciada unión de poder temporal y del poder religioso en la Europa del siglo X, dio lugar a una serie de papas guerreros que, con facilidad, se cambiaban de bando para favorecer a los monarcas alemanes deseosos de llegar a ser los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Poco importaba que el aspirante tuviera las manos manchadas de sangre en batallas y traiciones, el papa del momento siempre cerraba filas junto a aquel que tuviera más posibilidades de ganar. Allí no se tenían para nada en cuenta las ordenanzas eclesiásticas, ni siquiera las órdenes sagradas para acceder al papado. Los nobles, en razón de su fuerza bruta, designaban a sus retoños para que ocupasen la silla de Pedro y en muchas ocasiones fue así. Un ejemplo lo tenemos en el papa Juan XII.
El príncipe Alberico, sintiéndose morir en Roma, hizo jurar a los grandes de la ciudad, que su hijo, Octaviano, sería su sucesor y también papa. Así se cumplió. Al año siguiente, en 955, Octaviano, con apenas dieciocho años, pasaba a ser el papa Juan XII, como él mismo se designó. No tenía, siquiera, la edad canónica y carecía por completo de formación eclesiástica... Además, el decreto de 1 de marzo de 499, emitido por el papa Símaco I, prohibía designar sucesor en vida del papa reinante.
Juan XII era hijo extramatrimonial de Alberico, y tenía "todas" las virtudes para ser papa. Era un gran cazador, consumado jinete y un empedernido jugador de dados. No es de extrañar que sus coetáneos considerasen que aquel jovencito había hecho un pacto con el diablo, y le dedicasen epítetos como los siguientes: "joven licencioso", el "muchacho inmaduro", el "sinvergüenza con ornamentos de papa". Este dechado de virtudes ordenó obispo a un niño de diez años en una caballeriza, celebraba misa sin comulgar y a un clérigo que le afeó su conducta, lo mandó castrar.
Aquel que desease un cargo eclesiástico solo tenía que pagar por ello. Juan XII siempre estaba presto a ello, aunque su gran pasión fueron las mujeres. Al decir de sus contemporáneos, la corte papal "se había convertido en un burdel y un lugar de recreo de mujeres deshonestas"... pero es que debía ser difícil resistirse a un papa...
Vivió durante un largo tiempo con la viuda de uno de sus vasallos, a la que regaló infinidad de cruces y cálices procedentes del tesoro de san Pedro. Además, le otorgó el dominio sobre numerosas ciudades. Se acostó con la concubina de su padre, Stephana, y con su hermana. También recurrió al incesto y fue el amante de sus propias hermanas y violó a numerosas peregrinas que iban a Roma a orar sobre las tumbas de los apóstoles.
Pero esta vida licenciosa, reprobable a todas luces aunque se tratase de un seglar, parece que no afectó en absoluto al prestigio del papa. ¿Por qué? Pues porque aquel muchacho caprichoso, soberbio e insolente, mantuvo las riendas de la Iglesia con rigor. Se preocupó de la administración, del afianzamiento de la autoridad papal y dotó de bienes materiales a muchos monasterios. Él mismo peregrinaría a la abadía de Subiaco, cerca de Roma, y se interesaría por la reforma eclesiástica del monacato. En su último año de pontificado, todavía presidió un concilio en que ¡se condenó la simonía clerical!
Y esto no fue todo. Con armadura, yelmo y espada en mano, participó en una guerra contra Capua y Benevento, buscando ampliar los territorios de la Iglesia. La aventura se convirtió en un desastre, y el rey Berengario II, acabaría, en 959, saqueando y diezmando el Estado de la Iglesia.
Al papa Silvestre II no le perdió el pecado, sino la cultura y le tocó vivir los tiempos apocalípticos del cambio de milenio. Acusado de nigromante, alquimista maldito y siervo de Satanás, su funesta leyenda le acompañaría varios siglos después de su muerte.
Una interpretación errónea de los textos del Apocalipsis de san Juan, situaba el fin del mundo en el año 1000 de nuestra era, y a medida que se acercaba esta fecha, el terror se apoderó de las gentes de la cristiandad. El maligno vendría pronto a acabar con el mundo y se multiplicaban, por toda Europa, las procesiones de penitentes que se fustigaban, sin piedad, implorando el perdón divino. Las iglesias estaban a rebosar de fieles sollozantes, que alzaban los brazos suplicantes, entre alaridos, mientras no dejaban de rezar ante la catástrofe que se avecinaba. Estaba en puertas el temido Juicio Final.
Como en Europa no existía un calendario común, la fecha exacta del fin del mundo parecía ser distinta para cada país, pues el Año Nuevo se celebraba en marzo en las Islas Británicas, en el Domingo de Resurrección, en Francia, en Venecia, el 1 de marzo, en Bizancio y Calabria, el 1 de septiembre... El fin del mundo parecía que iba a tener lugar por partes.
Silvestre II era un papa de origen francés, y su nombre era Gerberto D'Aurillac. Sus detractores decían que el mismísimo diablo le había colocado la tiara pontificia, pero su verdadero "pecado" consistía en que había estado en algunos monasterios españoles, dotados de grandes bibliotecas, de donde adquiría una sólida cultura, gran parte de ella procedente de manuscritos árabes. Para colmo de males, cuando era solamente un monje, conoció en profundidad la obra Tratado del Anticristo, de Adron, fechado alrededor del año 954. En este libro se exponía que , cuando todos los reinos se hubiesen separado del Imperio Romano al que estaban sometidos, llegaría el fin del mundo. El buen papa trató de evitar todas las habladurías que existían sobre él y sobre todos los horrores del fin del mundo, aconsejando al rey Otón III unificar y reconstruir el imperio de Carlomagno y el Imperio Romano, cosa que, desde luego, no podía lograrse de un día para otro. Y así llegó la noche del 31 de diciembre del año del Señor de 999.
Según la leyenda, el papa y el emperador estaban juntos. Cayó la fría noche de diciembre y el cielo, como todas las noches, se llenó de estrellas. Eran el signo de Dios en una noche como otra cualquiera. Y amaneció el 1 de enero del año 1000. El mundo no se había acabado, y cesaron las prédicas apocalípticas, las penitencias atroces y los augurios nefastos.
Pero todo esto de poco le sirvió al papa, al que se continuó tildando de ser diabólico. Se cree que fue envenenado, pero otros achacaron su muerte al mismo Satanás, que lo mató dándole en la cabeza con un enorme crucifijo de oro. Según la leyenda, Silvestre II había dispuesto que, tras su muerte, su ataúd debía colocarse sobre unos caballos y su enterramiento debía producirse allí donde se parasen estos animales. Así se hizo, y los caballos se pararon en San Juan de Letrán, donde recibieron sepultura los restos de aquel papa.
Varios siglos después, en esta basílica se iniciaron unas obras y la sepultura de Silvestre II fue abierta. Se decía que, desde hacía tiempo, se oían extraños sonidos que provenían del enterramiento, algo así como el entrechocar de huesos o de cadenas que eran arrastradas. Cuando los restos papales quedaron al descubierto, se vio, con asombro, que el papa estaba casi tal a como lo habían enterrado pero, de pronto, una extraña llamarada, acompañada de un hedor pestilente, consumió los restos, quedando intactos la tiara y el crucifijo que Silvestre tenía entre las manos.
¡Ni después de muerto pudo librarse de su fama de infernal!, pues todos estos acontecimientos se consideraron obra del maligno.
Pasados algunos siglos, nos encontramos con otro papa al que también le tocó vivir tiempos difíciles. Se trata del español Pedro Martínez de Luna, conocido como Benedicto XIII o el papa Luna.
Hombre inteligente, magnífico polemista y refinado literato que participó del espíritu humanista italiano, tuvo que hacer frente al Cisma de Occidente, aquel desgraciado episodio en el que llegó a haber tres papas a la vez.
El 20 de diciembre del año 1375, Pedro de Luna era nombrado cardenal en el palacio de los Papas de Avignon. Pocos meses después, el papa Gregorio XI decidió regresar a Roma, de donde faltaban los papas desde hacía más de 70 años, y el cardenal Luna le siguió. Pero a la muerte del papa, los romanos se mostraron dispuestos a que el nuevo representante de la Iglesia de Cristo fuese italiano, con el fin de que no volviese a abandonar la sede romana. Hubo tumultos, amenazas de muerte al cónclave cardenalicio, que ante esta situación, eligió como nuevo papa al arzobispo de Bari, Urbano VI. Nada salió como se esperaba porque, desde el primer momento, Urbano VI se mostró despótico, con actuaciones arbitrarias dictadas, posiblemente, por algún tipo de enfermedad mental. Los cardenales, en su mayoría franceses, le abandonaron y decidieron elegir otro papa, considerando que la primera elección no era válida porque había sido hecha bajo la coacción y la amenaza.
El nuevo papa elegido fue Clemente VII. Había empezado el llamado Cisma de Occidente, con un papa en Roma y otro en Avignon. Cada uno de ellos tenía su propia curia, su corte y sus cardenales y, por supuesto, se consideraba a sí mismo, como el único papa verdadero.
La cristiandad quedó dividida. Unos países reconocían al papa de Roma y otros al de Avignon. El cardenal Luna fue enviado, como legado papal, a la península Ibérica para que los cuatro reinos que entonces la componían, prestasen obediencia al papa de Avignon, y aquí el futuro Benedicto XIII mostró todo su poder de convicción, mostrándose incansable en la defensa de su causa. Unas veces mediante el convencimiento y otras mediante el soborno, los reyes hispanos cerraron filas junto al papa Clemente. El prestigio de Luna fue en aumento y el papa le siguió encargando misiones diplomáticas de envergadura, nombrándoles su legado para Francia, Flandes e Inglaterra.
A la muerte de Clemente, fue él el elegido para sustituirle. Tenía 66 años y ocupaba el número 203 en la lista de los pontífices romanos. Pero nada iba a ser fácil para Benedicto XIII. Los reyes de Europa buscaron una solución a aquel cisma que ya duraba demasiado. Por razones políticas y económicas, más que por cuestiones religiosas o espirituales, algunos países le fueron retirando la obediencia, y la sede papal de Avignon vivió momentos difíciles, de penurias tales en las que apenas se sostenía el papa, sitiado en su propio palacio. Todos le exigían la renuncia, pero Pedro de Luna no se doblegó. Con la ayuda del rey aragonés, Martín el Humano, consiguió huir de Avignon, adonde jamás regresaría.
Los cristianos de buena voluntad de toda Europa deseaban una pronta solución a aquel extraño panorama de dos papas que se prolongaba en el tiempo y que se convertía en algo intolerable. Cardenales, obispos y laicos se reunieron en Pisa para acabar con este problema que tanto dañaba la imagen de la Iglesia, sin contar con la presencia de los papas, los dos enrocados en su legitimidad.
Los de Pisa, por su cuenta y riesgo, destituyeron a los dos papas reinantes, y nombraron a un tercero. ¡Había, nada menos, que tres papas en activo!
Pedro de Luna se refugió en Aragón, donde como aragonés que era, fue muy bien recibido. Estando en Barcelona murió su protector, Martín el Humano, que no tenía descendencia. Gracias a las dotes diplomáticas del todavía papa, Benedicto XIII, en el Compromiso de Caspe, se logró un acuerdo para que el nuevo rey aragonés fuese Fernando de Antequera, perteneciente a la casa de Trastámara, evitándose guerras y más problemas sucesorios. Pero la nueva situación no benefició en nada a Benedicto XIII. El emperador Segismundo forzó un nuevo concilio, el de Constanza, donde se reunieron gentes de toda la cristiandad: prelados, cardenales, reyes y embajadores. Todos estaban dispuestos a acabar con aquella situación.
Los dos papas, Juan XXIII y Gregorio XII, renunciaron por el bien de la Iglesia, pero no hubo forma humana de convencer a Benedicto XIII para que hiciera lo mismo. Su causa estaba perdida, el concilio representaba a toda la Iglesia y hasta Fernando de Antequera, que le debía la corona, le abandonó.
Era ya un anciano, y se recluyó en el castillo de Peñíscola en 1416, convencido de que él era el único y verdadero papa. Nada ni nadie doblegó su voluntad. Ni el abandono, ni las dificultades económicas, ni la soledad, ni las persecuciones. Posiblemente tenía razón, ya que, por su larga vida, era el único cardenal superviviente anterior al Cisma de Occidente, y no existía razón, ni jurídica, ni doctrinal, que le obligase a dimitir. Solo existía la razón moral, por el bien de la Iglesia, de tratar de enmendar aquel entuerto. Además, como único cardenal que no estaba "contaminado" por el Cisma, también era el único que podía elegir a un nuevo papa y, evidentemente, no era esta su idea. Para él, la cesión de su derecho, bajo las presiones del emperador y del resto de los reyes, constituía un atentado contra la independencia y la autoridad del papado.
El 23 de mayo de 1423, en el día de Pentecostés, moría en Peñíscola el anciano papa. Tenía 95 años y había sido el Vicario de Cristo durante otros 29 años.
Y por hablar de otro papa español, es de obligada referencia citar al papa Borgia, Rodrigo de Borja, ejemplo para sus contemporáneos de cuantas lacras puedan afectar a un papa. Son tantas las maldades que se le atribuyen, que a veces uno piensa si algunas de ellas no serán fruto de las envidias y la maledicencia de aquellos tiempos tumultuosos en los que el poder temporal y el espiritual convivían a golpe de espada... o de envenenamiento y exterminio del rival, fuese rey o fuese papa.
El valenciano Rodrigo de Borja, que vivió entre los años 1431 y 1503, antes de ocupar la sede papal fue obispo de Barcelona y arzobispo de Valencia. Hombre apasionado y sensual, tuvo muchas amantes, pero con su preferida, Vanozza, engendró, nada menos que cinco hijos, entre ellos los celebérrimos César y Lucrecia Borgia, uno ejemplo de ambición y crueldad, y la otra, tratada posiblemente de manera injusta por la historia, citada como ejemplo de sensualidad pervertida y con fama de envenenadora.
Al papa Borgia se le atribuye "defectos" tales como el de yacer con su propia hija, casarla y descasarla a su antojo, según convenían a los intereses de la familia, y hasta de tener un hijo con su bella Lucrecia. Todo ello aderezado con las extrañas desapariciones de los enemigos de la causa de los Borgia. Parece que en todo esto, estaba ayudado por su hijo preferido, César, político hábil, hombre inteligente, amante de la cultura, al que Maquiavelo tomó como ejemplo para su obra El príncipe, pero cuya crueldad y ambición le hicieron odioso. Su propia divisa: "César, o nada", nos puede dar una idea, sobre cómo era el hijo de Alejandro VI. También a él se le atribuyen relaciones incestuosas con su hermana, y se le acusa de hacer "desaparecer" a alguno de sus hermanos que le incomodaban.
Bajo el pontificado de Alejandro VI la corrupción se adueñó del papado y no es de extrañar que surgiesen personajes como Savonarola, deseosos de acabar con aquella situación. Claro que si el papa había incurrido en todos los pecados en que puede caer ya no un representante de Cristo, sino cualquier ser humano, Savonarola se pasó justo al otro extremo en su deseo de regeneración.
Este dominico, político y reformador, con sus prédicas incendiarias, fustigaba la corrupción de las costumbres en general y del clero en particular. Según él había que imponer un nuevo orden que acabase con aquel estado de cosas, pero con tal dureza que consiguió el efecto contrario al deseado. Tolerado en un principio, se convirtió en un auténtico dictador, al que la gente llegó a temer. Reformó la constitución de Florencia y su intransigencia le restó apoyos espirituales.
El papa Alejandro VI aprovechó esta circunstancia y le excomulgó. Las masas, enfurecidas, le apresaron, le condenaron, le colgaron y después lo quemaron.
Al papa no le pasó nada de esto, y a pesar del escándalo continuado y constante que presidió su pontificado, continuó siendo la cabeza visible de la Iglesia, al que los monarcas más poderosos de su tiempo, los de España y Portugal, sometieron sus cuitas con respecto a los descubrimientos en el Nuevo Mundo. Alejandro VI dirimió la disputas entre españoles y portugueses sobre los límites de los nuevos territorios y se acató su punto de vista, pues la autoridad moral del papa, ¡y de qué papa! no se discutía.
Y sin embargo, a pesar de los muchos avatares que ha padecido la institución del papado, ahí sigue. Ha soportado a pastores infames y ha sobrevivido a la Reforma Protestante... ¡y así parece que será, como dicen las Escrituras "hasta la consumación de los siglos"!
Una última anécdota sobre el papado, registrada en una época bastante reciente, pone de manifiesto la sorprendente y enigmática persistencia de la institución papal. Tras la elección del papa Juan XXIII, aquel papa de aspecto bonachón que imprimió un cambio radical a la Iglesia a través del Concilio Vaticano II, uno de los cardenales que había participado en el cónclave, comentó entre irónico y complacido: "¡Por fin hemos elegido a un papa que cree en Dios!"
CONCLUSIÓN
Que a nadie se le olvide la realidad de que Dios siempre tiene la última palabra, cueste lo que cueste, ya que siempre es para el beneficio de Sus Hijos.
EPÍLOGO
Aunque no concordamos con todas las conclusiones - directas e implicadas - que aparecen en este libro (3), lo recomendamos pues es un fiel indicador de por qué tantas personas han abandonado la Fé Católica - razones que no tienen nada que ver con la Fé sino con los abusos de los Evangelizadores.
NOTAS
(1) La Fé Católica
(3)
Enigmas
y Misterios de La Iglesia y El Cristianismo (pp 95-109) por Concepción Masiá Vericat -
Alba Libros, S.L. - Edición 2011 - ISBN 978-84-15083-30-6
Documento Publicado el 20 de Octubre de 2017
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