Kim Philby – El Espía del Siglo / Pág.
70
Transcripción
Córdoba: espía en peligro
Al iniciarse mi carrera como funcionario de la inteligencia soviética, me encontré por vez primera en graves dificultades, y si escapé de ellas fue, literalmente, por un pelo. Ello ocurrió en abril de 1937, cuando mi cuartel general estaba instalado en Sevilla.
(...) Antes de abandonar Inglaterra se me dieron instrucciones para el uso de la clave en un diminuto trozo de papel semejante a los de fumar y que, habitualmente, conservaba en el pequeño bolsillo delantero de mis pantalones.
(...) Transcurridas algunas semanas de intenso trabajo en Sevilla y sus alrededores, me fijé en un cartel que anunciaba una corrida de toros el domingo próximo en Córdoba. La línea del frente se extendía a unos cuarenta kilómetros al este de Córdoba, entre Montoro y Andújar, y la posibilidad de asistir a una corrida de toros tan cerca de un frente que aún no había visitado, parecía demasiado buena para desaprovecharla. Decidí pasar un largo fin de semana en Córdoba, incluyendo la asistencia a la corrida (1) del domingo. Me dirigí a Capitanía, en Sevilla, para retirar el pase necesario, pero un amable comandante me dijo que no era necesario para ir a Córdoba. Lo único que tenía que hacer era coger el tren que me llevaría en aquella dirección.
El viernes anterior a la corrida cogí el tren de la mañana en Sevilla, ocupando un compartimento en el que iba un grupo de oficiales de Infantería italianos. Actuando siempre en el desempeño de mi tarea, les invité a almorzar conmigo en Córdoba, pero me dijeron con gran cortesía que no tendrían tiempo. Estarían demasiado ocupados en los burdeles a la espera de salir pare el frente al día siguiente. Tomé una habitación en el Hotel del Gran Capitán, disfruté de una comida en solitario y paseé por las perfumadas calles, gozosamente deslumbrado, hasta medianoche, en que volví al hotel y me metí en la cama.
Unos atronadores golpes sobre la puerta me despertaron de un profundo sueño. Al abrirla, dos guardias civiles irrumpieron en el cuarto. Me dijeron que preparara la maleta y les acompañara al cuartel general. Al preguntarles el motivo, el de más edad, un cabo, contestó lacónicamente: órdenes.
(...) Entre dormido y asustado, mi cerebro reaccionó con un poco menos de velocidad que la de la luz. Tenía conciencia de que había que hacer algo con el papelillo oculto en mis pantalones; pero, ¿cómo desprenderme de él? Mi mente pensó vagamente en un cuarto de baño, pero mi habitación no lo tenia. Cuando me hube vestido y guardado todo, los guardias civiles habían registrado ya las ropas de mi casa. Por mi parte, sólo había llegado a la confusa determinación de desprenderme del trocito de papel, como fuera, en el camino es de el hotel hasta el cuartel general de la Guardia Civil.
Cuando salimos a la calle, me di cuenta de que no iba a resultar fácil. Sólo tenia una mano libre, ya que con la otra sujetaba la maleta. Mi escolta, evidentemente bien adiestrada, me siguió durante todo el camino, unos pasos atrás y, por lo que yo suponía, vigilándome concienzudamente, semejante a halcones. De manera que cuando se me hizo pasar a un despacho, iluminado por una sola y brillante bombilla, que se reflejaba sobre la mesa grande y bien pulimentada, aún llevaba sobre mí las pruebas incriminatorias. Frente a mí se erguía un comandante de la Guardia Civil, bajo, ya de edad, calvo y de aspecto agriado. Con la mirada clavada en la mesa, escuchó con indiferencia el informe del cabo que me había conducido hasta allí.
El comandante examinó detenidamente mi pasaporte. «¿Dónde está su autorización para visitar Córdoba?», me preguntó. Repetí lo que me habían dicho en Capitanía, en Sevilla, pero él hizo caso omiso de mis palabras. Imposible, afirmó escuetamente, era de general conocimiento que, para ir a Córdoba, se necesitaba una autorización. ¿Para qué había ido a Córdoba? ¿Para ver una corrida de toros? ¿Dónde estaba mi entrada? ¿No la tenía? ¿Acababa de llegar e iba a comprarla por la mañana? ¡No era una historia demasiado convincente! Y así sucesivamente.
(...) Con aire de absoluto escepticismo, el comandante y los dos hombres que me habían arrestado se dirigieron hacia mi maleta. Con inesperada delicadeza, se pusieron guantes y empezaron a sacar una prenda tras otras, palpándolas concienzudamente y mirándolas al trasluz. Como no encontraron nada sospechoso en mi muda de ropa interior, concentraron su atención en la maleta; tamborilearon cuidadosamente sobre su superficie y midieron las dimensiones interiores y exteriores (...).
— Y ahora —dijo el comandante con tono incisivo— vamos a usted.
Me pidió que volviera mis bolsillos del revés. No me era posible demorar por más tiempo la acción. Sacando en primer lugar mi cartera, la lancé sobre aquella hermosa mesa, haciendo en el último momento un movimiento con la muñeca que la hizo deslizarse hacia el extremo opuesto. Como esperaba, os tres hombres se lanzaron hacia ella, quedando casi de bruces sobre la mesa. Enfrentado con aquellos tres pares de traseros, saqué el trocito de papel del bolsillo de mis pantalones y, metiéndomelo en la boca, me lo tragué. Tranquilo ya, vacié los restantes bolsillos y, por fortuna, el comandante me evitó un registro corporal más riguroso. En su lugar, me espetó un seco y corto sermón sobre la influencia absoluta de los comunistas en el Gobierno británico y me ordenó salir de Córdoba al día siguiente. Por la mañana, mientras pagaba la factura del hotel, mis dos amigos de la Guardia Civil surgieron de un rincón del vestíbulo y me preguntaron si podían venir conmigo en el taxi hasta la estación. Al subir al tren que se dirigía a Sevilla, les di un paquete de cigarrillos ingleses y, al arrancar el tren, me saludaron amablemente con la mano...
Kim Philby. Mi guerra silenciosa. Plaza y Janés. 1969
Revista Historia 16
Al iniciarse mi carrera como funcionario de la inteligencia soviética, me encontré por vez primera en graves dificultades, y si escapé de ellas fue, literalmente, por un pelo. Ello ocurrió en abril de 1937, cuando mi cuartel general estaba instalado en Sevilla.
(...) Antes de abandonar Inglaterra se me dieron instrucciones para el uso de la clave en un diminuto trozo de papel semejante a los de fumar y que, habitualmente, conservaba en el pequeño bolsillo delantero de mis pantalones.
(...) Transcurridas algunas semanas de intenso trabajo en Sevilla y sus alrededores, me fijé en un cartel que anunciaba una corrida de toros el domingo próximo en Córdoba. La línea del frente se extendía a unos cuarenta kilómetros al este de Córdoba, entre Montoro y Andújar, y la posibilidad de asistir a una corrida de toros tan cerca de un frente que aún no había visitado, parecía demasiado buena para desaprovecharla. Decidí pasar un largo fin de semana en Córdoba, incluyendo la asistencia a la corrida (1) del domingo. Me dirigí a Capitanía, en Sevilla, para retirar el pase necesario, pero un amable comandante me dijo que no era necesario para ir a Córdoba. Lo único que tenía que hacer era coger el tren que me llevaría en aquella dirección.
El viernes anterior a la corrida cogí el tren de la mañana en Sevilla, ocupando un compartimento en el que iba un grupo de oficiales de Infantería italianos. Actuando siempre en el desempeño de mi tarea, les invité a almorzar conmigo en Córdoba, pero me dijeron con gran cortesía que no tendrían tiempo. Estarían demasiado ocupados en los burdeles a la espera de salir pare el frente al día siguiente. Tomé una habitación en el Hotel del Gran Capitán, disfruté de una comida en solitario y paseé por las perfumadas calles, gozosamente deslumbrado, hasta medianoche, en que volví al hotel y me metí en la cama.
Unos atronadores golpes sobre la puerta me despertaron de un profundo sueño. Al abrirla, dos guardias civiles irrumpieron en el cuarto. Me dijeron que preparara la maleta y les acompañara al cuartel general. Al preguntarles el motivo, el de más edad, un cabo, contestó lacónicamente: órdenes.
(...) Entre dormido y asustado, mi cerebro reaccionó con un poco menos de velocidad que la de la luz. Tenía conciencia de que había que hacer algo con el papelillo oculto en mis pantalones; pero, ¿cómo desprenderme de él? Mi mente pensó vagamente en un cuarto de baño, pero mi habitación no lo tenia. Cuando me hube vestido y guardado todo, los guardias civiles habían registrado ya las ropas de mi casa. Por mi parte, sólo había llegado a la confusa determinación de desprenderme del trocito de papel, como fuera, en el camino es de el hotel hasta el cuartel general de la Guardia Civil.
Cuando salimos a la calle, me di cuenta de que no iba a resultar fácil. Sólo tenia una mano libre, ya que con la otra sujetaba la maleta. Mi escolta, evidentemente bien adiestrada, me siguió durante todo el camino, unos pasos atrás y, por lo que yo suponía, vigilándome concienzudamente, semejante a halcones. De manera que cuando se me hizo pasar a un despacho, iluminado por una sola y brillante bombilla, que se reflejaba sobre la mesa grande y bien pulimentada, aún llevaba sobre mí las pruebas incriminatorias. Frente a mí se erguía un comandante de la Guardia Civil, bajo, ya de edad, calvo y de aspecto agriado. Con la mirada clavada en la mesa, escuchó con indiferencia el informe del cabo que me había conducido hasta allí.
El comandante examinó detenidamente mi pasaporte. «¿Dónde está su autorización para visitar Córdoba?», me preguntó. Repetí lo que me habían dicho en Capitanía, en Sevilla, pero él hizo caso omiso de mis palabras. Imposible, afirmó escuetamente, era de general conocimiento que, para ir a Córdoba, se necesitaba una autorización. ¿Para qué había ido a Córdoba? ¿Para ver una corrida de toros? ¿Dónde estaba mi entrada? ¿No la tenía? ¿Acababa de llegar e iba a comprarla por la mañana? ¡No era una historia demasiado convincente! Y así sucesivamente.
(...) Con aire de absoluto escepticismo, el comandante y los dos hombres que me habían arrestado se dirigieron hacia mi maleta. Con inesperada delicadeza, se pusieron guantes y empezaron a sacar una prenda tras otras, palpándolas concienzudamente y mirándolas al trasluz. Como no encontraron nada sospechoso en mi muda de ropa interior, concentraron su atención en la maleta; tamborilearon cuidadosamente sobre su superficie y midieron las dimensiones interiores y exteriores (...).
— Y ahora —dijo el comandante con tono incisivo— vamos a usted.
Me pidió que volviera mis bolsillos del revés. No me era posible demorar por más tiempo la acción. Sacando en primer lugar mi cartera, la lancé sobre aquella hermosa mesa, haciendo en el último momento un movimiento con la muñeca que la hizo deslizarse hacia el extremo opuesto. Como esperaba, os tres hombres se lanzaron hacia ella, quedando casi de bruces sobre la mesa. Enfrentado con aquellos tres pares de traseros, saqué el trocito de papel del bolsillo de mis pantalones y, metiéndomelo en la boca, me lo tragué. Tranquilo ya, vacié los restantes bolsillos y, por fortuna, el comandante me evitó un registro corporal más riguroso. En su lugar, me espetó un seco y corto sermón sobre la influencia absoluta de los comunistas en el Gobierno británico y me ordenó salir de Córdoba al día siguiente. Por la mañana, mientras pagaba la factura del hotel, mis dos amigos de la Guardia Civil surgieron de un rincón del vestíbulo y me preguntaron si podían venir conmigo en el taxi hasta la estación. Al subir al tren que se dirigía a Sevilla, les di un paquete de cigarrillos ingleses y, al arrancar el tren, me saludaron amablemente con la mano...
Kim Philby. Mi guerra silenciosa. Plaza y Janés. 1969
Revista Historia 16
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